1.28.2013

Esta entrada se lee oyendo esto.

Siento que he estado despierta toda la vida, que tengo medio millón de madrugadas tatuadas en el cuerpo, entre la Torre Eiffel que corona mi espalda. Aún así, no me quejo. Me gustan las madrugadas, me gusta este silencio que hace tanto ruido en mi cabeza que me impulsa a escribir para no morirme de jaqueca, como ahora. Lo que no me gustan son las madrugadas atrapada entre ilusiones que agonizan. Me caen lágrimas por las mejillas rojitas de sentir y temo que los cigarrillos se acaben antes que el desvelo. Llévame dónde no estés, dice la canción que escucho. Quiero estar allí donde no esté, o al menos allí dónde está de verdad, pero estoy sólo en este lugar en el que la tengo únicamente entre mis costillas, sin tenerla. No sé no querer amar, y desearía saber. Pero amar es una sensación tan hermosa, desgarradora  y hermosa a la vez que no puedo querer no sentirla. Amarla a ella es hermoso y desgarrador. No sé no querer amarla. Amarla con todo lo que soy y lo que siento, con todo lo que no soy y lo que seré. No sé no esperarla cuando ella todavía está aquí. Quizá si se fuera un rato, unos quinientos años tal vez, aprendería. He aprendido antes con alguien que se fue, o eso creo. Tuve a una mujer a la que le di, durante un año que pareció diez, la vida entera también, otra vida en otra época, y a la que ahora sólo le daría sonrisas furtivas, inbox trasnochados y te amos que significan épocas olvidadas, un amor empolvado y sin prisa que sólo sabe agradecer lo que ya fue. Aprendí después de casi un año de no saber siquiera si seguía viva. Ahora, en cambio, ella no se va y este amor no quiere cambiar, no quiere añejarse, quiere seguir siendo brillante, apasionado e ingenuo. Quiere seguir siendo este amor que lo quiere todo, este que ataría cordones magentas a un puente en Europa para no dejarnos ir nunca. Aunque no se comparan, nunca osaría comparar a las mujeres que he amado, que están por toda mi memoria y que se aparecen en cada gesto que esbozo. He amado a tres mujeres, quizá muchas para mis veinte años mal contados. La primera todavía aparece cuando llovizna por las mañanas, cuando le doy tres vueltas al vaso antes de tomar el último sorbo, cuando uso mi resaltador naranja y, con asombrosa exactitud, aparece cada veintiocho de diciembre. La segunda aparece cada martes trece y habita en el Callejón del Embudo en el centro, justo debajo de un graffitti que intentamos entender tardes enteras, aparece en cada bossa nova y cuando suena un saxofón y, ¡cómo olvidarlo! está cada luna llena de noviembre. La tercera es esta que está y no, que todavía se acurruca en el lado izquierdo de la cama porque es el lado en que menos da el sol, esta que amo con cada paso que doy, aunque también tiene sus momentos para aparecer con más fuerza. Casi puedo tocarla cuando tomo café sola mientras me fumo un cigarro, cuando suena Sabina o Arjona o Ismael (a quien nunca le he podido decir por el apellido), cuando almuerzo arroz con atún, cuando me regalan una chocolatina jet de las chiquitas y, por supuesto, cada diecisiete o diecinueve de cualquier mes. Quizá es por eso que sonrío tanto, a veces con dolor y a veces libre de él, porque esos momentos se me cruzan en la bruma gris de los días y me estremecen el cuerpo. El problema con ella, con estas lágrimas calientes y este desvelo a deshora es que a ella la quiero incluso los domingos en la mañana, es que a ella no puedo negarle ninguna esquina de mí, ni siquiera esas que no me pertenecen del todo. Porque ella es la primera mujer, y la única hasta ahora, a quien he creído la mujer de mi vida. Y me da un miedo infinito por partida doble. El miedo más chiquito obedece a que si no resulta la mujer de mi vida no sabría decirle a la siguiente que la confundí, que creí verla llegar en alguien distinto y negué su existencia. El miedo más grande proviene de que resulte ser ella la mujer de mi vida y nunca vuelva, y es más grande porque estoy convencida de que es ella y no quiero dejarla ir para en, quizá, unos cuarenta años, aceptar que nunca volví a ser tan feliz como lo fui soñando en el hueco de su clavícula. Hoy lo digo, nunca he sido tan feliz como lo soy con mi nariz enterrada en su cuello, quedándome de a pocos dormida. Por eso quizá es que no quiero dejar de amarla. Porque aunque supiera no lo haría, seguiría en esta cuerda floja dando pasitos pequeños siempre que ella me deje. Siempre que al destino le dé la gana. 

1.12.2013

Carta para quien no quiere leer.

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Hoy tengo los pies fríos, los ojos cansados y las gafas sucias. Esta madrugada hiela y aún así yo tengo el corazón tan caliente y tan rojo que mis manos lo envidian. El cielo me dibuja nubes de algodón de azúcar por la ventana y yo me siento tan amarga, hecha de cáscara de limón. Quisiera ser algodón de azúcar. Quisiera tener el corazón hecho de algodón de azúcar y así poder ofrecérselo de a poquitos para que se lo coma en las madrugadas en las que no puede dormir. Igual que yo, que nunca puedo dormir. Para que se derrita de a pocos en su lengua y le tiña los labios de rosa, de azul o de violeta. Hoy amanecí diluyéndome, aunque no en su boca. Hoy dejo que el humo de los cigarros me cuente historias mientras Bogotá despierta, pero no me gusta. Todas las figuras que descubro están llenas de soledad. ¿Ha notado que desde el primero de enero Bogotá amanece cada vez más tarde? Es como si el sol no quisiera despertar. Si yo fuera sol tampoco despertaría nunca, me quedaría enredada en mis sábanas de mar. Pero soy mujer y no duermo y lo extraño. Extraño hacerme ovillo y apagar por un rato estos ojos que brillan de ansiedad, estos ojos que ya nadie descubre detrás de los cristales empañados. Extraño escaparme de la soledad un rato, porque hasta la luna se ha cansado de acompañarme. Hace tres noches que ya no coquetea en mi ventana. Quizá dejó de menguar y se ha vuelto luna nueva. Quizá yo debiera dejar de menguar, pero no sé cómo, no tengo calendarios de 28 días. Soy como los africanos y mido mis tiempos en lunas y lluvias, aunque desde que me cansé de lloverle los tiempos me juegan picardías. Usted, que nunca lleva reloj, ¿cómo cuenta el tiempo? Yo llevo reloj hace años aunque nunca me diga nada porque estoy convencida de que no se cuentan los segundos, se cuentan historias. Cuénteme usted una historia. Cuénteme que me lee, que me quiere, que existe. Cuéntemelo y prometo creerlo. Me siento frágil cuando pienso en que quizá usted no exista. Me siento frágil como cristal de hielo quebradizo, con este corazón tan caliente que amenaza con derretirlo todo. Y aún el sol no se digna salir. ¿Y si le cuento una historia para ayudarlo a salir? ¿Me ayudaría a contarle una historia? Una repleta de algodón de azúcar. Una en la que me encuentra y lo invito a café. Yo sé que al sol le gusta el café. O el té de manzanilla. Sí, eso haré. ¿Y usted? Bueno, si quiere puede esperarme tranquila entre las arrugas de mi cobija y yo caliento el agua para tres.

1.09.2013

Cómo no voy a quererla.

Cómo no voy a quererla si tiene un alma hermosa detrás del orgullo. Si esa alma se viste de chispas de colores y me hace morisquetas entre las quebraduras. Cómo no voy a quererla si alguna vez usted se desvistió de orgullo y me permitió pasarme noches enteras haciéndole cosquillas en el esternón. Cómo no voy a quererla si me hace burbujas de jabón en la cintura, si me apuntala los huecos que me rasga, si me saca todas las sonrisas chuecas. Cómo no voy a quererla si no quiero dejar de hacerlo, si atesoro esta herida como recuerdo, si mi alma se enganchó de su sonrisa. Cómo no voy a quererla si la conozco frágil, la conozco enojada, la conozco fuerte, la conozco miedo, la conozco toda. Cómo no voy a quererla si me quiso ausente, si me quiso loca, si me quiso toda. Cómo no voy a quererla, yo, que no conjugo pasados.

Cómo no voy a quererla, mujer.


1.08.2013

"Tiempo después, Amapola se sentaba en el balcón de su casa y mientras mascaba chocolatitos de toda denominación, se miraba en los cristales preguntándose si tenía cara de fama. Se había ido convenciendo cada vez más de que Candelaria era un cronopio escurridizo color verde sapo y cuyo único propósito había sido simplemente pasar por su vida como un ventarrón dejando todo en rumano. Y, qué te dijera yo, el rumano no era el idioma preferido de la pelirroja.  Amapola hubiera preferido que ella le dejase la vida en francés o en italiano. El rumano y sus inentendibles caperucitas sobre las vocales le provocaban de vez en cuando unas ganas tremendas de tirar todos los chocolatitos por la ventana y echarse a llorar en alemán, hilando sollozo tras sollozo. Pero esto era sólo a veces, cuando no entender le reventaba la cabeza... El resto del tiempo Amapola dejaba las cavilaciones en casa, se subía a algún bus y se iba en busca de una esperanza, total le venía bien una mano para traducir todo al español otra vez. Y poder comenzar de nuevo a conjugar."



(Si no entiendes un carajo de todo lo que delira Amapola,
 te sugiero que leas a Cortázar.)

1.07.2013

Viajando de madrugada.

Tengo el pelo trenzado y la sonrisa cansada, lleva todo el día cargando una ansiedad en la comisura. Las ideas aún están enredadas aunque me he pasado todo el día sacándomelas del pelo, andan todas regadas en la alfombra, zumbando. Hoy la luna me sonríe como el gato de Chesire por una esquina de mi ventana y no puedo estar triste aunque la melancolía se apodera de mis pestañas. ¿Cómo estar triste si ella me sonríe, coqueta desde el firmamento?, si es como yo y sólo sale en la madrugada tardía, si es como yo y anda menguando. Por eso alguna vez me llamaron Luna, pero ahora sólo soy flor porque necesitaba raíces. Me he hecho, de a pocos, dueña de mi nuevo nombre. Me he vuelto, de a pocos, roja. A veces creo que soy como la princesa del libro de Ende, La Historia Interminable, necesito cambiar de nombre para no desaparecer. Y aunque ahora me llame Amapola ella me hace compañía, siempre brillante, tintineando. Porque si te quedas quieto después de las tres de la mañana puedes oír a la luna tintinear. Por eso nunca bajo las persianas, por eso y porque tengo un exhibicionismo natural que a veces deja de ser ideas y se vuelve piel. Quién sabe cuántos ojos curiosos habrán escrutado mi cuerpo mientras duermo, mientras leo o mientras hago el amor. Igual hay pocos ojos a esta hora, esta hora en la que realmente me desnudo para recibir al sol con el alma liviana. Escribo sin mirar el teclado, mirándome a los ojos y a veces a la luna. De madrugada descubro muchas mujeres en mis ojos y me pongo a conversar con ellas. En la luna de gato, en cambio, sólo habita Colombina con los pies escarchados de plata. A mí me habitan muchas. De madrugada a veces soy amapola, a veces soy estrella, a veces lola y a veces no soy ninguna y todas a la vez. A veces soy incluso un  poco las mujeres que me amaron y las que amé, aquellas que siempre cargo entre los nudos de mi espalda vaya a donde vaya. 

Hoy sólo quiero ser estrella y estar revolcándome entre las constelaciones, especialmente ahora que descubrí que llevo a Orión tatuado en lunares entre las clavículas. Un secreto que guardo hace días, nadie lo ha notado aún. Quizá debiera enamorarme de una astrónoma, quizá simplemente de una mujer con alma de cielo. De una mujer que sepa ver. Verme. Hoy quiero ser estrella, y no ser flor plantada en la tierra. Quiero volar, navegar en ese cielo inmenso azul profundo. Por eso me pinté las uñas de los pies de azul, para pasarme la semana pisando nubes. Nadie se ha dado cuenta tampoco. Nadie nota que últimamente ando más pisando firmamentos que alfombras, que de día no estoy aquí y sólo encuentro vida después de la medianoche. Vida allá lejos en el cielo, escapándome de estas sábanas percudidas de recuerdos, de olores, de sexo y de tristezas. De miedo. Me escapo a hacerle compañía a Colombina aunque no la necesite y entre nebulosas me encuentro, me pierdo y me reinvento. Me reviento y me convierto en polvo estelar. 

Aún así, a veces quisiera compañía. Benedetti decía que una mujer desnuda ilumina, y quizá yo necesite una en esas noches en que no encuentro el camino hacia la segunda estrella a la derecha. Desnudarme sola me da frío. Quiero un cómplice, una pequeña sonrisa cuando la tarde se hace gris. Un mensaje de texto a las tres de la mañana. Una mano que apretar con fuerza mientras salto las grietas de la acera. También quiero cosquillas en la panza. Creo que ando infantil, pero es que las estrellas somos un poco mujeres-niñas, no sabemos envejecer. De pronto, tarán, sin saberlo morimos. Pero no sabemos envejecer. Y es que, en secreto, yo le tengo un miedo calladito a esta mujer adulta que me habita cada vez más, esta que escribe con más muertes que risas, que lleva el pecho siempre en tempestad. Esta amapola que se marchita a las carreras. Pero hoy no soy amapola sino estrella, y no sé envejecer. Hoy tengo los pies azul cielo y la luna en la nariz. Hoy hago barcos de origami para navegar la tempestad. 

Hoy no quiero llorar, me he cansado de llover.