1.07.2013

Viajando de madrugada.

Tengo el pelo trenzado y la sonrisa cansada, lleva todo el día cargando una ansiedad en la comisura. Las ideas aún están enredadas aunque me he pasado todo el día sacándomelas del pelo, andan todas regadas en la alfombra, zumbando. Hoy la luna me sonríe como el gato de Chesire por una esquina de mi ventana y no puedo estar triste aunque la melancolía se apodera de mis pestañas. ¿Cómo estar triste si ella me sonríe, coqueta desde el firmamento?, si es como yo y sólo sale en la madrugada tardía, si es como yo y anda menguando. Por eso alguna vez me llamaron Luna, pero ahora sólo soy flor porque necesitaba raíces. Me he hecho, de a pocos, dueña de mi nuevo nombre. Me he vuelto, de a pocos, roja. A veces creo que soy como la princesa del libro de Ende, La Historia Interminable, necesito cambiar de nombre para no desaparecer. Y aunque ahora me llame Amapola ella me hace compañía, siempre brillante, tintineando. Porque si te quedas quieto después de las tres de la mañana puedes oír a la luna tintinear. Por eso nunca bajo las persianas, por eso y porque tengo un exhibicionismo natural que a veces deja de ser ideas y se vuelve piel. Quién sabe cuántos ojos curiosos habrán escrutado mi cuerpo mientras duermo, mientras leo o mientras hago el amor. Igual hay pocos ojos a esta hora, esta hora en la que realmente me desnudo para recibir al sol con el alma liviana. Escribo sin mirar el teclado, mirándome a los ojos y a veces a la luna. De madrugada descubro muchas mujeres en mis ojos y me pongo a conversar con ellas. En la luna de gato, en cambio, sólo habita Colombina con los pies escarchados de plata. A mí me habitan muchas. De madrugada a veces soy amapola, a veces soy estrella, a veces lola y a veces no soy ninguna y todas a la vez. A veces soy incluso un  poco las mujeres que me amaron y las que amé, aquellas que siempre cargo entre los nudos de mi espalda vaya a donde vaya. 

Hoy sólo quiero ser estrella y estar revolcándome entre las constelaciones, especialmente ahora que descubrí que llevo a Orión tatuado en lunares entre las clavículas. Un secreto que guardo hace días, nadie lo ha notado aún. Quizá debiera enamorarme de una astrónoma, quizá simplemente de una mujer con alma de cielo. De una mujer que sepa ver. Verme. Hoy quiero ser estrella, y no ser flor plantada en la tierra. Quiero volar, navegar en ese cielo inmenso azul profundo. Por eso me pinté las uñas de los pies de azul, para pasarme la semana pisando nubes. Nadie se ha dado cuenta tampoco. Nadie nota que últimamente ando más pisando firmamentos que alfombras, que de día no estoy aquí y sólo encuentro vida después de la medianoche. Vida allá lejos en el cielo, escapándome de estas sábanas percudidas de recuerdos, de olores, de sexo y de tristezas. De miedo. Me escapo a hacerle compañía a Colombina aunque no la necesite y entre nebulosas me encuentro, me pierdo y me reinvento. Me reviento y me convierto en polvo estelar. 

Aún así, a veces quisiera compañía. Benedetti decía que una mujer desnuda ilumina, y quizá yo necesite una en esas noches en que no encuentro el camino hacia la segunda estrella a la derecha. Desnudarme sola me da frío. Quiero un cómplice, una pequeña sonrisa cuando la tarde se hace gris. Un mensaje de texto a las tres de la mañana. Una mano que apretar con fuerza mientras salto las grietas de la acera. También quiero cosquillas en la panza. Creo que ando infantil, pero es que las estrellas somos un poco mujeres-niñas, no sabemos envejecer. De pronto, tarán, sin saberlo morimos. Pero no sabemos envejecer. Y es que, en secreto, yo le tengo un miedo calladito a esta mujer adulta que me habita cada vez más, esta que escribe con más muertes que risas, que lleva el pecho siempre en tempestad. Esta amapola que se marchita a las carreras. Pero hoy no soy amapola sino estrella, y no sé envejecer. Hoy tengo los pies azul cielo y la luna en la nariz. Hoy hago barcos de origami para navegar la tempestad. 

Hoy no quiero llorar, me he cansado de llover.

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