3.13.2013

El miedo me amarra los tobillos a la cama y yo con estas ganas de correr. De dejarme llevar por el pavimento que resuena testigo de mil historias, por los transeúntes que empujan, por las sonrisas que se venden, por las Marías de mirada cómplice. Yo queriendo dejar que el corazón me corra hasta las rodillas para emprender carrera y subir hasta Monserrate, quizá desaparecer en un haz de luz o habitar en su ombligo. Tengo ganas de esas que no se sacían, que se juegan el todo o nada en una partida de póker. Y usted allí, con la mirada impertérrita, con una calma aparente que sólo se le quiebra en la mano izquierda, esa que tiembla en demasía cuando se fuma un cigarro a mi lado. Allí, tan lejos de estas ataduras que me tienen presa y tan cerca de mi corazón caliente. Tengo ganas de quererle, de agarrarle la mano y saltar del peñasco y quizá empaparme las medias en el charco de sus ojos, esos que reflejan galaxias y hacen que me falte el oxígeno. Muerdo las amarras, me enredo entre cadenas, me fumo un cigarro saboreando una seguridad que no es más que el reflejo del miedo que paraliza hasta las mariposas y la ansiedad me come las entrañas como quien masca el mismo chicle hace tres horas porque quiere gritar y no puede. Mi ansiedad gritaría si la dejara, si el camino entre mi panza y mi garganta no estuviera tan lleno de escollos. Si al subir a mi esternón no se encontrara con su retrato y quedará allí embobada mirándola. Como me quedo yo cuando Ismael suena y las cadenas se hacen ligeras y me salen alas de entre los omoplatos y al cerrar los ojos estoy a su lado, con la nariz enterrada en la marea de su pelo y mis manos acompasando sus caderas, lento y pegadito, sin prisas que me mareo y el vértigo de su sonrisa escala mis medias de malla. Pero el miedo me devuelve, me agarra invencible y me sienta en la soledad de mi cuarto mientras me tiemblan los tobillos y mis pestañas aún aletean. Todavía no se acaba la noche. ¿Que haría si las cadenas se rompieran? Ya he saltado demasiados abismos cuando me falta el miedo, tengo cicatrizado el coraje. Quizá si se rompieran me olvidaría de mi nombre y mi nacionalidad y saldría a buscarla con dos cervezas y la voz llena de canciones. Pero tengo miedo. Un miedo frío y de acero que no tiembla, le tengo miedo a eso que llaman futuro y que se abre tres pasos al norte con una oscuridad carente de estrellas. Le tengo miedo a correr tan a prisa que se me quede el alma engarzada en un semáforo y no pueda recuperarla. Le tengo más miedo a irme que a quedarme, porque la incertidumbre siempre me ha quebrado la confianza y necesito de un chocolate diario para engordarla un poco y que aguante las horas del día. Esa incertidumbre que sólo los cronopios sabemos ver, porque la gente normal cree que el transmilenio siempre pasa cuarto para las diez y el café de la esquina cobra el capuccino a mitad de precio los miércoles. ¿Y si algún día el transmilenio nunca pasa y nos quedamos esperando allí hasta pasadas las doce? ¿Y si el café cierra y hay que tomar tinto tres cuadras más allá a precio normal? ¿Y si de pronto me levanto un día y no soy yo, no soy ninguna de estas mujeres que conozco, y me pasa como a Gregorio Samsa y amanezco convertida en cucaracha? ¿Y si, de pronto, un día ya no me ama? Por eso me quedo quieta. Por eso no soy la mujer que corre sino la que baila guaguancó pegadito y sonríe. Por eso, porque el día en que descubra la llave del candado debajo de la almohada y decida correr nadie podrá alcanzarme, correré tanto que tomaré pista y empezaré a volar hasta que se me cansen las alas. Entonces el vértigo de su sonrisa habrá llegado ya mi cabeza y caeré en una espiral, siguiendo con disciplina la proporción aúrea que siempre me ha fascinado en las matemáticas. Al final de la caída, si el viaje ha valido la pena despertaré en su cama y su brazo me apretará fuerte la cintura mientras vuelvo a respirar. Si no, quizá, sencillamente no despierte.

3.03.2013


Ella se sienta en calzones en mitad de la cama deshecha. Es noche de domingo y la resaca le está pasando factura. Enciende un cigarrillo y mira por la ventana tatuada de letras, quiere cambiarse la vida pero no sabe por dónde empezar. Los domingos siempre quiere cambiarse la vida, no sabe bien por qué. Quizá la lentitud de las horas le sugiere una posibilidad única. El cigarro se apaga mientras las ventanas se encienden y suena un blues desconocido. Suspira y se mira las uñas. Siempre que quiere cambiarse de vida termina pintándose las uñas que, a fin de cuentas, es como pintarse el alma un poquito. Ella es demasiado complicada y por eso le gustan las cosas simples. Como pintarse las uñas cuando quiere redecorarse el alma. Como hundir profundo la bolsa de té de manzanilla cuando se le está hundiendo la vida. Como trenzarse el pelo cuando tiene muy enredadas las ideas. Como sonreír pasito cuando tiene ganas de llorar, porque siempre que llora le piden muchas explicaciones.
Se mira las manos y esboza una sonrisita torcida, sabiendo que no es suficiente, que el alma todavía la tiene descascarada. Mira a su alrededor, de súbito envalentonada, y piensa que no debe ser tan difícil llamarle. O escribirle. Decirle que le quiere, que le extraña, que lo siente. Que lo siente en la esquina derecha de su cama y en su pasión por ver películas de Woody Allen sólo hasta la mitad. Pero es domingo y el valor no dura, así que se pone a doblar la ropa y va metiendo un anhelo entre el cuello de cada camisa. Quizá se los encuentre a través de la semana. Quizá en un mes.

En todo caso, mañana será lunes y el mundo la llevará en su vorágine de colores y responsabilidades y le estampará la vida de tardes lluviosas, mañanas soleadas y sonrisas coquetas. Mañana será lunes y quizá empiece la dieta, quizá se corte el pelo, quizá se enamore. Quizá.

3.02.2013

Desvélame así.


Las bocas rápidas jugando a las escondidas, perdiéndose entre los cuerpos y encontrándose de pronto, salvajes y caníbales, atragantándose mutuamente de sinsabores. El placer que sube jugueteando desde la punta de los pies y se enzarza en los músculos de la espalda que se arquea y las uñas que se engarzan contra el colchón. El tiempo que pasa y no sentimos, que deja sólo sus horas tiradas entre los jadeos que rebotan por la habitación, hasta que los jadeos se vuelven gemidos y el universo se cuela en la comisura de tu sonrisa satisfecha y de mis ojos que se tornan color éxtasis. Y luego nos enroscamos. Nos agazapamos entre nuestras pieles olvidando intencionalmente las sábanas que yacen celosas por ahí. Silencio. Tu saliva aún en mi boca hormiguea en busca de mis preguntas y me fumo un pucho cualquiera para dejar de temblar, uno de esos puchos que saben a orgasmo, ahumando lo que queda después de nosotros. Uno y dos, dos que se vuelven uno, nosotros. “¿Me amarías?” pregunto en susurros, y recibo por respuesta el húmedo contacto de tu lengua tragándose mis secretos destilados en sudor, haciendo que mi cuerpo se estremezca y esconda sentimientos a la par que nuestros huesos chocándose cuentan uno, dos, tres y volvemos a jugar.