Las bocas rápidas jugando a las escondidas, perdiéndose
entre los cuerpos y encontrándose de pronto, salvajes y caníbales,
atragantándose mutuamente de sinsabores. El placer que sube jugueteando desde
la punta de los pies y se enzarza en los músculos de la espalda que se arquea y
las uñas que se engarzan contra el colchón. El tiempo que pasa y no sentimos,
que deja sólo sus horas tiradas entre los jadeos que rebotan por la habitación,
hasta que los jadeos se vuelven gemidos y el universo se cuela en la comisura
de tu sonrisa satisfecha y de mis ojos que se tornan color éxtasis. Y luego nos
enroscamos. Nos agazapamos entre nuestras pieles olvidando intencionalmente las
sábanas que yacen celosas por ahí. Silencio. Tu saliva aún en mi boca hormiguea
en busca de mis preguntas y me fumo un pucho cualquiera para dejar de temblar,
uno de esos puchos que saben a orgasmo, ahumando lo que queda después de
nosotros. Uno y dos, dos que se vuelven uno, nosotros. “¿Me amarías?” pregunto
en susurros, y recibo por respuesta el húmedo contacto de tu lengua tragándose
mis secretos destilados en sudor, haciendo que mi cuerpo se estremezca y esconda
sentimientos a la par que nuestros huesos chocándose cuentan uno, dos, tres
y volvemos a jugar.
Lo recuerdo!
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