12.27.2013

Te veías tan guapa de espaldas.

Te vi irte y te veías tan guapa de espaldas que no sé por qué no se movió mi cuerpo para salir corriendo detrás de ti, agarrarte de la cintura y besarte hasta empaparte las mejillas con los mares que se desbordaban de mis pestañas. Te vi irte moviendo la cadera, esa que hubiera seguido hasta los confines del infierno y deseé seguirte, gritarte, apresarte de vuelta. Besarte con todas las razones. Pero me quedé ahí, estática. Te ibas y te dejé ir pensando en que hubiera podido negártelo, hubiera podido convencerte de quedarte. ¡Qué verbo tan complicado de conjugar ese! Hubiera. Habría. ¿De qué servía ya si tus pasos sonaban cada vez más quedos, si ya no olía a ti el aire, si hasta tu sombra comenzaba a decir adiós? Te dejé ir porque me había ido yo primero y al volver sobre mis huellas ya no había hogar al que volver. El hueco de tus clavícula no me acunaba en las noches de angustia y me sabías amargo, tú, que siempre fuiste mi caramelo favorito. Jugamos tantas veces a quedarnos que al final ya nos conocíamos todas las estrategias. Te vi ir y dejé enganchada mi sonrisa en el lunar de tu cuello esperando que te talle una que otra madrugada para que no puedas dormir. Es la mayor venganza que soy capaz de concebir, arrebatarte el sueño que querrás compartir con alguien que no soy yo, con otra que no tendrá mi rostro, no tendrá mis miedos y no sé si sabrá cantar. Mientras te alejabas pensé en olvidarte, allí, congelada en la mitad de la noche. Pensé mil y una maneras de herirte. Agarrarte del cabello, empujarte con fuerza, morderte. Pensé en gritarte, en amenazarte, en insultarte. Pensé en mentirte, en decirte que nunca te amé, en jugar mi última carta a ver si aunque fuera la rabia te hacía volver, pero me quedé muda. La misma cuerda que me impedía moverme me ató también la voz y sentí el nudo pesado en la garganta. Te dejé ir hasta que dejé de verte, quizá porque ya había cerrado los ojos y cuando los abrí desapareciste. Sólo me quedaba el regusto a sal en los labios. Me quedé allí quieta otro rato, abrazándome a la tristeza hasta que amaneció y una voz que no era la tuya preguntó qué esperaba y no supe responder. ¡Te veías tan guapa de espaldas! que de pronto ya no quise tenerte de vuelta. Te vi irte y sin  moverme ya no supe recordarte aquí.

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¡Tú! ¡Sí, tú! No te hagas rogar y coloreame un tanto..