12.27.2013

Te veías tan guapa de espaldas.

Te vi irte y te veías tan guapa de espaldas que no sé por qué no se movió mi cuerpo para salir corriendo detrás de ti, agarrarte de la cintura y besarte hasta empaparte las mejillas con los mares que se desbordaban de mis pestañas. Te vi irte moviendo la cadera, esa que hubiera seguido hasta los confines del infierno y deseé seguirte, gritarte, apresarte de vuelta. Besarte con todas las razones. Pero me quedé ahí, estática. Te ibas y te dejé ir pensando en que hubiera podido negártelo, hubiera podido convencerte de quedarte. ¡Qué verbo tan complicado de conjugar ese! Hubiera. Habría. ¿De qué servía ya si tus pasos sonaban cada vez más quedos, si ya no olía a ti el aire, si hasta tu sombra comenzaba a decir adiós? Te dejé ir porque me había ido yo primero y al volver sobre mis huellas ya no había hogar al que volver. El hueco de tus clavícula no me acunaba en las noches de angustia y me sabías amargo, tú, que siempre fuiste mi caramelo favorito. Jugamos tantas veces a quedarnos que al final ya nos conocíamos todas las estrategias. Te vi ir y dejé enganchada mi sonrisa en el lunar de tu cuello esperando que te talle una que otra madrugada para que no puedas dormir. Es la mayor venganza que soy capaz de concebir, arrebatarte el sueño que querrás compartir con alguien que no soy yo, con otra que no tendrá mi rostro, no tendrá mis miedos y no sé si sabrá cantar. Mientras te alejabas pensé en olvidarte, allí, congelada en la mitad de la noche. Pensé mil y una maneras de herirte. Agarrarte del cabello, empujarte con fuerza, morderte. Pensé en gritarte, en amenazarte, en insultarte. Pensé en mentirte, en decirte que nunca te amé, en jugar mi última carta a ver si aunque fuera la rabia te hacía volver, pero me quedé muda. La misma cuerda que me impedía moverme me ató también la voz y sentí el nudo pesado en la garganta. Te dejé ir hasta que dejé de verte, quizá porque ya había cerrado los ojos y cuando los abrí desapareciste. Sólo me quedaba el regusto a sal en los labios. Me quedé allí quieta otro rato, abrazándome a la tristeza hasta que amaneció y una voz que no era la tuya preguntó qué esperaba y no supe responder. ¡Te veías tan guapa de espaldas! que de pronto ya no quise tenerte de vuelta. Te vi irte y sin  moverme ya no supe recordarte aquí.

12.08.2013

http://grooveshark.com/s/06+A+La+Mierda+Con+T/2U4mzd?src=5

A la mierda con to'o, yo me quedo esperando tu boca.
Y sí, es declaración de guerra, guapa.

11.22.2013

Diálogos.

Cuéntame,
¿qué te pasa?

No creo que esto que me pasa se pueda contar, voy a caer irremediablemente en clichés de fríos y fantasmas, de desganas, soledad y té, pero te lo diré:
No me reconozco en el espejo, no estoy andando el camino que tracé y no tengo explicaciones. Me esperan las pastillas en la mesa de noche, un hombre que dice quererme y besos sin morder.
¡Y no quiero! O quiero sin querer. Quiero este frío que me atenaza las noches más que la tibieza de alguien más. Quiero besar con fuerza, con rabia, con prisa. Quiero que duela. Prefiero sentirme mal a sentirme bien sin sentirme, a sentirme aletargada, amodorrada. No quiero soltar mi tristeza aunque me queje de ella y no espero que nadie entienda.
No necesito que nadie entienda.
(Pero sería lindo tener con quien compartir el café, la poesía y las ganas.)
Ten calma.
Trata de tenerla. ¿Sí?

No me gusta la calma. No la quiero. Quiero los arreboles, el mar arrebatado, la tormenta. Quiero sentir los terremotos en las rodillas, el ciclón en el pecho, las ganas de correr en los tobillos. Si es sana la calma prefiero esta enfermedad, sus insomnios, sus calambres, su calvario.
Prefiero pertenecerle a ella, a la locura, a no pertenecer a nada. Soy dueña de mi inconstancia y mis deshoras, nunca soporté la espera.
No sé qué decir,
Ha sido un gusto cruzarnos en el camino.

Esa frase me ha sonado a despedida. No, no te vayas, no soporto más ausentes. Los oigo como árboles que caen, ¿sabías? Cuando se quiebran hacen un ruido monstruoso en las noches. Cuando me quiebro, soy monstruosa en las noches. Escóndete, aléjate, incluso déjame huir un poco pero no te vayas.
No soy compañía. Te estoy pidiendo que no te vayas pero yo no voy a quedarme, no podría. Ni aunque quisiera podría. Quiero que estés, que existas, que te dejes arrastrar por mis palabras. Soy egoísta, soy caprichosa, quiero que me leas, que me abraces, que te enredes en mi pelo. ¡No me habites! No hay dónde, estoy llena de mujeres, de mitos, de entuertos, de fantasmas. Aquí ya nadie cabe.
No te quedes pero búscame, búscame aun sabiendo que no vas a encontrarme. Piérdete también a ratos que estoy en huelga de reproches y no tendría qué decir. He jurado no escribirle a los que no están. ¿Y si tan sólo me revoloteas la soledad? Podrían compartir alas.

No sé.
¿Y si nos quedamos en silencio?
Mejor.


Ey.

¿Sí?


Te quiero, sin querer. Te quiero, sin saber.
Desde mi vértigo, te quiero.

10.29.2013

Quiero besarte.

A la gitana de todos mis fuegos,
hoy y siempre lo que no pudo ser. Y lo que sí.

Quiero besarte. Las ganas me han sorprendido a mitad de un cigarro y leyendo un texto que tú me has pasado.  Quiero besarte y me he sorprendido pero el deseo lleva un rato allí, quizá años, esperando que una noche de locura y aguasal como esta me ponga en el borde de la estupidez y la valentía. Quiero besarte temblando, muriéndome de nervios, con las manos húmedas de frío y el corazón retumbando calentura. Besarte como si fuera la primera vez, y es que en cierta forma lo es. Quiero besarte así como te quiero, fugaz, volátil e incierta. Quiero besarte con rabia pero sin prisa, apretar con fuerza la palma de mi mano en tu nuca y entrelazar los dedos en tus crespos morenos para que dejen de temblar. Quiero un beso apremiante, de esos que no dan espera, que no preguntan. Quiero besarte y que sea una guerra, quiero que caigan todos mis soldados y no atreverme a salir indemne. Quiero que mi beso sea un grito, que duela, que muerda, que pregunte incesantemente en tu boca sabiendo que no va a hallar otra respuesta que tu lengua si es que tengo suerte. Sabiendo que tú no tienes las respuestas que busco. Quiero besarte y que me preguntes también, que me llenes de dudas, que me incomodes la calma. Quiero besarte con rabia mientras te abrazo para que me sientas tiritar, para confundirme en tu cuerpo. Quiero besarte y desdibujarme en ti. Quiero besarte porque te amo y no te tengo, porque no quiero tenerte, porque no me tengo a mí tampoco. Quiero que me sientas allí, vulnerable, desnuda de palabras, de misterios, de historias. Quiero llorar mientras te beso, que tu saliva se mezcle con mis lágrimas y tus labios me sepan a sal.  Quiero reír también y que las carcajadas nos interrumpan y nos llenen de movimiento el esternón. Quiero besarte y en el beso buscarte sabiendo también que no quiero encontrarte, que quiero perderme, que quiero por ese instante ser sólo beso y después ya veré si me muero de ganas de besarte otra vez. Quiero desconocerte en ese beso, quiero que seas de quién me enamore y quién amo, quiero que seas todas esas mujeres distintas que eres, que fuiste, que serás y que entre el choque de labios, de dientes, de lenguas salgan todas las mujeres distintas que soy. Quiero que todas ellas te besen. Quiero tatuarte ese beso en la memoria de las sensaciones, esa memoria que ataca sin palabras. Quiero besarte con los ojos cerrados. Quiero besarte porque nunca lo he hecho antes, quiero besarte con la boca sabiendo a tabaco y tequila, con el alma inquieta, con miedo. Quiero besarte para espantar el miedo, para volver a existir, para que duela un poco. Quiero besarte tímida y fiera a la vez, quiero besarte desde mis entrañas, desde mi estómago que ruge, desde mis pulmones llenos de mar. Quiero besarte y sentirme ingrávida. Quiero besarte sin futuros, sin esperanzas, sin pretextos, sin por qué. Quiero besarte para dejar de querer hacerlo porque sólo quiero besarte una vez.

10.17.2013

Carta al huracán en que se ha convertido tu risa.


Te quiero. Te quiero lejos, pero te quiero. Te siento de lejos paseando por las calles de una ciudad que aprendí a amar con alguien que no eras tú, en una ciudad que ahora se ha convertido en la ciudad de la furia, inhóspita, en la que no encuentro cabida como no la encuentro tampoco dentro de mí. Rompí todos mis espejos, uno a uno, terminando contigo. Fuiste el último espejo que rompí, porque en vos me veía con una claridad tan abrumadora que ni siquiera cerrando los ojos podía librarme de mi reflejo en tu pupila. Y no soportaba ese monstruo grandioso y terrible en el que me convertí ante ti. No soportaba ver esa imagen que se iba ajando con cada semana que pasábamos en ese vaivén de no saber si ir o quedarnos, en ese vayven que siempre tuvo más de va, que de ven. Por eso le escribo esta carta a tu risa y no a vos. Nunca a vos. A tu risa que cambiaba de forma como me siento yo ahora que no me veo y me levanto cada día con una nueva piel, tu risa de niña pequeña, de travesura, de ganas y hasta de felicidad. A tu risa cantarina, como de viento, que ahora para mí se ha convertido en un huracán y pasó de despeinarme los complejos a tumbarme la voluntad. A tu risa que ya no se acompasa con la mía y que sabrá entender ahora porque no quiero verte, porque cierro los ojos con fuerza y me comunico a través del sonido de mi propia risa que es el único sonido que no ha quedado resquebrajado por tu ausencia. Porque el oído, yo que siempre he sido tan visual y vos que siempre has sido tan táctil, es el único sentido que puede ahora comunicarnos. Sólo tu risa entenderá porque tengo que correr con las pocas maletas que logré sacar del hogar que me había hecho en tus costillas. Tu risa que se ha quedado engarzada con un poco de la mía (hace poco oí una grabación de las dos y no supe distinguir quién reía). 

Le escribo a tu risa porque ella fue la única que siempre me supo responder.

(Celebro sin vos otro 11 y 6.)

10.12.2013

Cuento de mar.

No lo quiero, decir que lo quiero sería atreverme demasiado y no sé si usted valga los riesgos. Para quererlo habría de conocerlo y no me interesa. Prefiero decir que me gusta. Y que me gusta gustarle aunque usted no vea en mí el viaje que he emprendido y sólo le llegue el murmullo quedo de mis mareas y arreboles cuando suelto mi pelo sobre su almohada. Gustarle aunque sólo oiga mitos de mis andanzas y me dibuje con los ojos cerrados, la luz apagada y la punta de la lengua, y que lo que le gusta sea ese dibujo a retazos de mí. A veces me dan ganas de mostrarle mis heridas de viejas guerras de piratas y contarle de esa vez que me topé con un viejo lobo de mar que todavía me caza en pesadillas, pero prefiero esperar a que pregunte y si pregunta tal vez inventaré una historia con sirenas y argonautas en vez de la verdad. Probablemente este viaje no quiero compartirlo con nadie, el exilio me ha vuelto huraña y embustera y sólo soporto la compañía permanente de la corriente de este mar que es tan embustero como yo. No me interesa quererlo y dudo que a usted le interese quererme, pero no quiero que se vaya. No aún. Quiero jugar con usted a halar y tirar, tirar y halar como juega la luna con las mareas. A verlo llegar en su barquito de origami y anclarlo entre mis piernas un rato y besarle la esquina de la mandíbula para después encender un cigarrillo y mirar las sombras mientras nos mece el vaivén incesante. No sabe usted cuánto me gusta la palabra vaivén, va y ven, ir y venir constantemente y nunca saber si su ruta lo va a traer a la misma esquina del mundo porque aunque preguntara en qué dirección va, mi brújula siempre se avería y no cargo anclas o lastre para esperarlo en el mismo lugar. Quiero otearlo, presentirlo, verlo entre la bruma del horizonte y saber que ya voy a llegar a usted por el vuelo circular de las gaviotas sin estar jamás segura de si podría encallar pero sabiendo que jamás voy a desembarcar, que prefiero esperarlo a medio camino y que se nos mezcle el agua con la arena y nos raspe las rodillas. Quiero seguir antojándome de usted y que me hinche las velas de viento y revolcarnos en olas de sábanas hasta que se nos pierdan las estrellas. Quiero que usted sea uno de mis cuentos de mar.

9.24.2013

Noches de soledad con olor a él. (De Amapola y otros cuentos)

Ella hunde lentamente su nariz en el saco grande que cubre, a duras penas, su piel desnuda. Se hace un ovillo y cierra los ojos. Siempre le ha gustado quedarse así, en bragas y con la ropa de alguien más, después de hacer el amor. ¿Qué carajos estás haciendo? No sabe. Hace mucho no hace el amor propiamente dicho, ahora que lo piensa. Cubre su melena pelirroja con la capucha del saco y cierra con más fuerza los ojos hasta ver puntos de colores.  Le gusta ver esos pequeños fuegos artificiales cuando está perdida en lo más profundo de su esternón y no quiere pensar, pero no puede evitarlo y se enreda entre las ideas abejas y su zumba que zumba. Ha estado sola las últimas horas y además de sola ha estado perdida. ¿A dónde vas a ir a parar? No sabe. Respira hondo. El saco huele a él. Lo quiere a él con ella ahí, abrazándole fuerte y entibiándole las costillas. A él, o a este otro o al de más allá. A veces le da igual. Amapola se ha vuelto famosa en su edificio por los hombres que suben a su apartamento siguiendo el contoneo de su cadera y no salen a la mañana siguiente, o quizá después. Lo que no sabe el portero y la señora de los chismes es que ella no es una mujerzuela de callejón. Se aovilla más sobre sí misma y suspira. Quizá las cosas fueran más fáciles si su reputación y su vida coincidieran y fuera una puta que cobra caro. Pero no, la cosa no es así. ¿Quién te querrá así? No sabe. Pero sabe que ella los quiere. A los tres… ¿o son cinco? Los quiere. Ellos la miman y la acurrucan y ella les besa la comisura de la boca y enrosca sus piernas de vértigo alrededor de ellos. Lo que no saben las personas de moral histérica que susurran a sus espaldas cada vez que toma el ascensor, es que hace mucho tiempo nadie le hace cabalgar el corazón y las ganas. Sonríe torcido por un momento fugaz y luego vuelve a dejar que sus labios se empapen de tristeza. Es cierto que a veces pierde el control y sus manos, y sus bocas, y su calor y sus jadeos rebotando por los rincones y... Pero sólo a veces, rara vez, y no siempre la dejan, a veces ellos tienen más cabeza y más lógica y razones. Después de todo saben cómo funciona, es la pequeñita frágil con alma de fuego que necesita que de vez en cuando  la salven del incendio. ¿Te conocen en realidad? No sabe. Aún así, hace mucho, en realidad mucho, que nadie la hace olvidarse la conciencia en un rincón y que nadie logra erizarle desde la piel hasta los huesos. Como Candelaria. Amar hasta la locura ida y vuelta, o no, quizá no… Mejor alguien que la caliente a fuego lento y con mesura, que le bese no sólo los labios sino las cicatrices y le seque el agua salada que tiene en los pulmones. Que no la deje toda rota como Candelaria. Hace mucho que no quiere encaramársele a alguien encima y a punta de besos robarle el alma mientras deja que entren en ella y le echen un vistazo a su corazón. Hace mucho que no tiene a quién escribirle Je t’aime en una servilleta o a quién regalarle el sonido de su risa cuando el viento la despeina. ¿Llegará alguien así para ti? No sabe. Respira profundo nuevamente. Huele a él. Se abraza a sí misma con fuerza. Huele a cariño sincero y a seguridad. Eso siente cuando duermen con ella, respirando tranquilamente y con su brazo pesado encima, agarrándola para que no se caiga en ese mundo de pesadillas que tiene en frente. Y ella apretadita, escondida en su pecho, esperando que sea cierto eso que leyó alguna vez de que los corazones sintonizan latidos, porque el de ella tiene la mala maña de latir tan rápido que la aterroriza y no la deja dormir. Entonces por un momento, logra llenarse los pulmones de azul cielo y dibujarse una sonrisa que la arrulle. Huele a él y él, ellos, huelen bonito. Sí, bonito. Y se siente bonito. Aún así, hay momentos en que no es suficiente y extraña alguien que la complete y que le llene de amor las tripas en noches como estas en las que tiene tantas tantas tantas ganas de llorar. Alguien color violeta que le espante las pesadillas con cuentos de mar y el chirrido del colchón. Alguien que, al robarse ella su ropa después de hacer el amor, la prenda no huela a singular sino a plural. Hace mucho que Amapola no sabe qué es un nosotros. Ay, ojalá las ideas abeja dejaran de picar… 

9.04.2013


Tengo los gritos atados en la garganta porque se cansaron de rebotar contra las paredes, allá donde usted no los oía y por eso ahora hablo ronco y con cuidad, lo cual no significa que haya dejado de llamarla a gritos. Ando corriendo entre los callejones del olvido esperando encontrármela de frente y zambullirme un rato en esos ojos de infinito buscando no sé qué, quizá más pretextos para dejarla ir que todos los que llenan, con mala caligrafía, las servilletas que se me cruzan cuando tomo café recordándola a usted. Todos esos pretextos que se lleva el viento cuando el cuncho del café me revela que, de una u otra forma, no me deshago de la idea de que usted siempre va a saber volver (o quizá, sabré yo). Debo decir que también la imagino en la cama una de cada dos madrugadas y entre el deseo y el despecho me ganan las ganas y mis manos juegan a ser las suyas aunque a la mañana siguiente sólo esté frío el lado izquierdo de la cama y yo tenga más intención que nunca de ir a buscarla, de agarrarla fuerte y pedirle que me diga en la cara que no es cierto que nadie la besa como yo, que nadie la lame, la muerde, la desarma como yo. Que aún me halla en las noches de luna con sonrisa de gato escondida en el hueco de su clavícula. En cambio yo ya le he susurrado, pasito y con los dientes apretados, que usted es mi talón de Aquiles y que si es su piel la que me toca rindo mi ciudad sin necesidad de que enliste su ejército, aunque me encante pelear a muerte con usted, con los ojos rojos, los labios quebrados y el pecho jadeante y hacerme la fuerte cuando ambas sabemos que mis debilidades nacen y acaban en usted. Quizá lo que no le he dicho es que estoy dispuesta a librar la guerra y a lamerme las heridas solas después de cada batalla. Que no me dan miedo los amores que duelen, las esperas sin fin o los parasiempres deshojados. Que sí, que lloro por las noches pero que soy buena marinera y aprendí a navegar entre la aguasal. Que Woody Allen me enseñó que los amores más románticos son los imposibles y que Ismael todavía me canta canciones de amor. Que estoy dispuesta a tomar el papel que me asigne y que aunque no soy partidaria de los daños a terceros, estaré al pie de sus labios apenas haya bandera blanca. Que no quiero domingos por la tarde, ni bautizos de sobrino, ni té a las cinco y que hasta me gusta que amanezca sin mí. Que no quiero ser la princesa del cuento sino su cicatriz. Que aún soy una sagitario y es candela lo que me corre en las venas Y aunque usted sepa que cuenta conmigo, hasta dos o hasta diez, quizá sea en otros pechos que descubra la manera correcta de amarla a usted.

8.28.2013

Inexplicable.

Ay mujer, qué inexplicable sos. Envuelta en cortinas de humo que jamás dejan de cegarme, que siempre me mantienen intentando descubrir qué demonios se esconde ahí detrás. Intentando, como idiota, abrirme paso mientras las volutas se deshacen en mis manos, se meten en los pulmones y me rodean los ojos haciéndolos llorar. Y el corazón rebotando contra el pecho, gritando en contra de la certeza de que todo aquello es completamente en vano.

Qué inexplicable sos, mujer. Y que inexplicable soy. Sí, yo también. Me vuelves inexplicable e inentendible. Lo haces al tenerme ahí, intentando incansablemente (con más terquedad que perseverancia), descubrirte. A vos y a todo eso que escondes, que se me insinúa a veces cuando una brisa marina te corre la cortina y te destapa un cachito de energía, una esquina de sonrisa, un toque de magia. Y yo como tonta, embelesada, con los ojos brillantes y ganas de más. Ganas de más que se quedan frustradas, porque en el momento exacto en el que mi mirada te roza la piel (¿mi mirada, o la brisa?) te das la vuelta y te escondes otra vez. ¿A qué le tienes miedo? 

Pero no critico. No es mi papel el de ser juez, puesto que hago lo mismo. Entre mis afirmaciones más sinceras hay un pozo lleno de vueltas y revueltas donde podrías bucear por días. Pero yo te dejo abierta la trampilla, e incluso te presto el tanque de oxígeno si lo quieres. Yo no sé por dónde va el camino entre tus nieblas y no quiero tropezar. No quiero dar el giro equivocado, caer por el barranco y terminar lejos de tí con las rodillas heridas. Te quiero a vos. Me quiero a mí contigo.

Dame un mapa, que me pierdo. Dame instrucciones o al menos dime cómo jugar. Sos inexplicable, soy inexpicable, y toda esta cosa lo es. ¿Cómo me explicas que te quiera tanto, tanto, si ni siquiera sé cómo sonreirías si te tomo la mano? ¿Cómo explicas que no me canse de seguirte, de quererte, de enamorarme de vos... si ni siquiera te conozco? ¿Cómo es que creo saber quién eres, si ni siquiera me he hecho una idea del lugar del que vienes, de las historias que llevas a cuestas, de las historias que has escrito y los suelos que has pisado? ¿Cómo es que me quieres tú a mí, si no sabes...si no me sabes?

(De escritos viejos y otros recuerdos. 2009.)

8.12.2013

Idas y venidas.

(Para leer esta entrada remítase a Bienvenida de Benedetti y ponga de fondo esto, aunque sea muy cursi)

Acaricio la idea de irme como se acaricia a un gato arisco, despacio y con miedo, con tiento y sin afán. Reviso una vez más los pasajes de ida y no me asombro al no encontrar los pasajes de vuelta, como tampoco me asombro de sentir al final de mis piernas la duda de si en serio me voy, y es que a pesar de que mi razón repita incesantemente aquel mantra de seguridad, independencia emocional y autocontrol, sé muy bien que hasta que no despegue el avión no estaré a salvo de estas ganas de correr a sus brazos y prometerle todos los futuros que no me creo yo pero que, quizá, ella sí pueda creer. Tonterías, murmuro con los dientes apretados, tonterías tontas. Y vuelve aquel mantra que me asegura de manera incesante que es lo mejor.

Tengo ya la visa, los pasajes y parte de las maletas hechas. Me niego a terminar de empacar porque siempre hago todo la noche anterior y porque aún no sé si me cabe su sonrisa entre las alhajas o si meter entre las bragas estas ganas de amarle o mejor dejarlas aquí, entre mi saco gris y sus cartas. A decir verdad, mi piel clama por un sexo de despedida que sé que no tendrá lugar sino en mi imaginación porque, a diferencia de mí, ya tiene a alguien con quien desfogar las ganas. Tengo necesidad de un sexo ansioso y enojado que, como cada vez que nuestros cuerpos desnudos se rozaron, clama todo eso que nunca supe decir en voz alta. Un polvo que araña, desordena, muerde y sobretodo dice "no me olvides, no me olvides, no me olvides". No me olvide, guapa, que yo no sé olvidar. No me deje ir, agárreme fuerte, áteme, clave mi cuerpo a la cama y sobre todo, a pesar de que el miedo me queme la garganta al decirlo, sobretodo no deje de amarme. No deje de soñarme que me tomé muy al pie de la letra la última vez que usted dijo que aún sueña con encontrarme en el sillón. No deje de hacerlo que aunque me fuera sin maletas y sin fecha de regreso le llevaría entre las costillas y la entrepierna, abarcando todo mi tronco y marcándome la manera de respirar.

Me voy y la idea de irme seduce tanto como duele. Como el gato arisco que muerde pero se queda. Me voy allá a que el aguasal de mis pulmones encuentre en el mar su lugar. Me voy a remendarme con un haz de luna marinera todos estos huecos sin retal. Me voy dejando los besos sin repuesta, los reproches que arden, todas las canciones que no le dediqué. Me voy huyendo, dejando un reguero y entre pataletas. Me voy sin pensar, porque lo necesito, porque quiero saberme sin usted, porque nunca me gustó explicar mi vida en términos de nadie.

Y lo que a nadie le cuento es que lo más arisco del gato no es irme, sino volver. Porque siempre supe de huidas, de salir corriendo, de que alguien me cogiera de la cintura y me retornara al camino. En cambio de regresos, de vueltas, de recoger los pasos no sé. No sé volver. Y no sé si ahora que me voy, también me vaya de usted y que quizá cuando baje del avión ya nadie me agarre de la cintura y me devuelva de un empujón a su pecho.

7.27.2013

Missing.

Desaparecer es un arte complejo que siempre le envidié a David Copperfield y al gato de Chesire. Mi manera favorita de desaparecer desde que tengo memoria es durmiendo y quizá por eso vivo más de noche que de día, porque de día duermo para escapar de las personas y de noche existo un poco, sólo un poquito, en la quietud de una ciudad como la mía, de una ciudad de la furia que duerme con un ojo abierto esperando el momento para dar el zarpazo. 

Mis amigos siempre se han quejado de mis desapariciones, soy esa amiga que ven una vez cada seis meses si la pereza no me gana, pero siempre me he caracterizado por hacer sentir como si esos seis meses no hubieran transcurrido y nos hubiéramos visto por última vez tan solo ayer. O al menos así se siente para mí. Será que uno de los grandes amores de mi vida me enseñó que para estar no era necesario estar físicamente ahí, que para estar basta con dejar ir un pensamiento errabundo de vez en cuando hacia esa persona y que si, y sólo si, el pensamiento es de extrema urgencia la otra persona responderá. Soy un poco como el gato de Chesire, al fin y al cabo, aparezco únicamente cuando siento que es necesario aparecer. Ahora bien, soy mala apareciendo cuando necesito que la gente aparezca para mí. Cuando estoy rota y no encuentro los pedazos de mi sonrisa me recluyo en mí y de ahí es complicado que salga, aunque necesite a gritos un abrazo, una frase linda o incluso un bofetón.

Pero me estoy saliendo del tema. 

Lo que venía a escribir es un edicto para quien quiera, realmente, encontrarme. Para quien quiera estar conmigo ahora que ando perdida. Estoy cansada de palabras y de abrazos virtuales que no te estrujan con fuerza las costillas y sólo dan más ganas de llorar. Estoy tan perdida que existir virtualmente me drena la energía que necesito para encontrarme, por eso ahora si buscan mi nombre en cualquier red social encontrarán que no existo. Y es que, por un rato, esa parte de mí ha desaparecido.

Creo firmemente que no es tan terrible. Que a pesar de que en mi casa nunca contestamos el teléfono y de que mi celular vive sin batería un 80% y otro 10% está histérico y no deja entrar llamadas, no es tan difícil encontrarme. Mi e-mail sigue abierto. Mi celular tiene esa gran capacidad de los últimos celulares para decirme que alguien me estuvo llamando cuando yo no quería escuchar (o a él no le daba la gana). Sigo viviendo (por un tiempo) en el lugar de siempre.

Será que extraño otras épocas. Épocas en las cuales la gente sabía que el contacto humano era de un valor inestimable. Que los viajes eran grandes espacios de tiempo en los cuales la gente podría desaparecer para siempre y jamás ser encontrada de nuevo. Quizá, simplemente, sea que estoy cansada de existir y me voy muriendo de a pocos. Que empiezo a dejar de existir virtualmente para que cuando decida tirarme al mar como Alfonsina nadie se alarme hasta que mi cuerpo ande entre sirenas.

No sé. Sólo sé que, de nuevo y de a pocos, como siempre y como nunca, ando desapareciendo. Pero con un ansia enorme de que alguien, por fin, se atreva a encontrarme.

(Nota para quien no esté mareado de leer:
Acepto invitaciones a café, abrazos con fuerza y regaños mirándome a los ojos.
Sólo deje su mensaje en los comentarios, ya me ingeniaré como responder.)

7.22.2013

Espejos.

Me gustan los crespos despeinados y de colores, porque siempre quise ser esa "with five colours in her hair". Me gustan las mujeres que cuando se sueltan el pelo sonríen. Me gusta el olor de sus rizos morenos.

Me gusta el capuccino sin azúcar y el americano con panela. Me gusta que usted sepa cómo me gusta el café. Me gusta prepararle café de una manera diferente siempre y me gusta que sea en una taza de porcelana porque los vasitos de cartón no aguantan que los apriete fuerte cuando estoy triste o nerviosa.

Me gustan los hombres con barba que cuando abrazan te hacen sentir pequeñita, como una muñeca de trapo. Me gusta que me agarren fuerte de la cintura y me presten sus sacos grandes. Me gusta gustarle a esos hombres. Me gusta no enamorarme de ninguno.

Me gusta el chocolate amargo. Me gusta que las chocolatinas jet, que no me gustan tanto, me la recuerden. Me gusta chapotear el pan entre el chocolate y que el queso se derrita. Me gusta dejar que el chocolate se derrita y terminar toda embadurnada.

Me gustan más los amaneceres que los atardeceres. Me gusta la gente que se ríe duro en la mitad de la calle. Me gusta saltar en los charcos pero no me gusta mojarme los pies. Me gusta mojarme y gritar en la lluvia, siempre que sé que puedo llegar a secarme. No me gusta que me dé gripa, pero me gusta que cuando me da me enamoro. Me gusta tener cinco años a veces.

Me gustan los detalles pequeños y tontos. Me gusta guardarlos todos y por eso mi billetera está llena de todo menos de plata. Me gusta guardar números y que todos mis 13, 17, 19 y 28 estén embrujados por alguna mujer. No me gusta ser consentida, ¡pero cómo me gusta que me consientan! Me gustaba más cuando yo era la única que sabía consentirla. 

Me gustan los amores imprudentes, retadores, rabiosos. Los amores que duelen. Me gustan los cariños baratos, porque odio terminar con cuentas pendientes que no sé pagar. Me gusta amar a destiempo pero no me gusta no saber irme en punto. Me gustan las mujeres jodidas más que las niñas buenas, porque las niñas buenas se van antes de que las echen y las jodidas nunca nos vamos del todo.

Me gusta no tenerle miedo a llorar y que se me pongan los ojos más verdes cuando lloro. Me gusta que se den cuenta de que mis ojos cambian de color. Me gustaba mucho amanecer a su lado y que dijera "pero qué ojos, gata".

Me gusta leer porque entre los libros me encuentro y me pierdo. Me gusta que me llamen por el nombre de algún personaje, y quizá por eso he sido llamada por mil nombres sin ser nunca totalmente ninguna. Me gusta tanto el olor a libro viejo como a libro nuevo. Me gusta la gente que regala libros con dedicatoria. Me gusta regalar libros que ya he leído.

Me gustan las mujeres guapas y no bonitas. Me gusta enamorarme de mujeres. Me gusta hacer el amor con mujeres. Me gustan las mujeres a las que he amado. Me gusta cargarlas a las tres siempre entre los nudos de mi espalda. Me gusta que aún bajen la mirada cuando les digo "te amo". Me gusta encontrarme en ellas, en sus gestos, en sus recuerdos. Me gustaría encontrarme en su futuro, en el de ella, la única.

Me gusta la gente que sabe que no me conoce por leerme. La gente que sabe que nunca me va a conocer del todo. Me gusta escribirme porque no me gustan los espejos y esta es la mejor manera que conozco de verme. 

Y me gusta haber cambiado y seguir igual. Porque dicen por ahí que con los años no cambiamos, sólo nos vamos volviendo más nosotros. Y me gusta.

7.20.2013

Carta para quien no quiere leer 2.

Son las cinco y dieciocho de la mañana y no sé por qué estoy despierta. Creo que me despertaron las ganas salvajes de salir a buscarla y "cometer todo crimen que este amor exija" o quizá simplemente haya sido la tos. Me cuesta asumir que esta no es una hora decente para llamar porque este amor ha sido indecente desde un principio y así me encanta. Pero me guardo las ganas  de llamar en el espacio que dejó el sueño ausente, como me guardo tantas otras ganas. Cinco y veinte y aún no amanece aunque ya cantan los pajaritos. Cada vez amanece más tarde en esta ciudad de la furia y el sol se escapa entre las rendijas porque ya no sale a saludarme sino pasadas las ocho, cuando los edificios lo dejan. Me voy quedando sin motivos para quedarme y no lo digo con tristeza sino con cansancio, con una impaciencia que me pica las rodillas y me impulsa a comprar el boleto de avión y no volver (aunque sé que volveré, yo, que no me sé ir, que siempre vuelvo). Tengo ganas de desaparecer. De que se les olvide mi nombre, mi manera de caminar y con cuántas cucharadas prefiero el café. Quizá quiero dejar de existir un rato y dormir ya no es suficiente (siempre he dormido horas y horas queriendo escapar de una realidad en la que no me siento cómoda). Ahora dormir no es suficiente y me he pasado muchos años de mi vida desechando la idea de saltar por la ventana como para retomarla ahora. Así que huyo, pero no lo suficientemente rápido. Me quedan dos semanas mal contadas en este lugar y sólo quiero gritar, dar alaridos para que entiendan la urgencia que me recorre el cuerpo, para que se den cuenta de que si no me voy ahora ya jamás podré irme así mi cuerpo recorra mil mares porque los pedazos de mi vida se habrán quedado aquí, con ella. Con ella para que los desbarate, los bote, los teja, los remiende, los muerda o haga lo que quiera con ellos. Tengo ganas de fumar y rebusco en las cobijas sabiendo que la cajetilla está vacía, que últimamente fumo menos y que anoche en un ataque de rabia me fumé los últimos dos cigarrillos que quedaban. Una lástima. Tengo ganas de llorar también pero es muy temprano.¡Qué curioso es estar siempre a destiempo! Haber llegado a mala hora a su vida y ahora no saber retirarme. Se me encharcan las pupilas y se me mete el mar entre los pulmones, ayer le dije que tenía el pelo azul para andar con la cabeza en las nubes y las uñas rojas para pisar pedacitos de infierno. Que tenía el cielo y el infierno en 1,65 de estatura y, aunque no lo dije, que este cielo-infierno estaba a su disposición. Lo que no le conté fue que en realidad tengo el pelo verdeazul, color de mar, y que ando con la cabeza revuelta de olas y no de nubes. Que estoy más hundida que volando.

... Y que a las 6:05 de la mañana, ya me ganaron las ganas de llorar. 

7.15.2013

De grullas y despechos.

Esta entrada se lee oyendo esto.

Ya casi son las tres de la mañana y la gripa aún no me deja dormir. Supongo que a usted no le interesa. No le interesará tampoco que confundo las ganas de llorar y las de estornudar desde hace una hora porque se me coló una canción que conocí gracias a usted en la mitad de la madrugada, una canción de esas bonitas y tristes que llenan de sonrisas los labios y de mares los ojos. Siempre que la pienso me lleno de sonrisas y de mares, me vuelvo salada y me fallan los pasos como si me revolcaran las olas. Me marean los recuerdos y me toca agarrarme duro del presente para no perderme. Entonces hago grullas de origami para alejarme un poquito del mar, para volar un rato. Hace exactamente tres minutos me encontré su grulla amarilla en mi mesita de noche y me crecieron las ganas de llorar. Le escribo porque no puedo llorar o me empeora la gripa, así que para aguantarme las ganas decidí desbordarme entre letras. Llevo quince días con gripa y a veces pienso que este dolor en el pecho es sencillamente culpa de su ausencia y no de la tos. La grulla dice en una de sus alas que aquí está usted y me dan ganas de gritar que no es cierto, de amarrar mi tristeza disfrazada de rabia con un cordel amarillo al ala de esa grulla y que las dos vuelen buscándola a usted. Me muero de ganas de quitar el usted, que me suena tan frío y preguntar a los gritos ¿dónde estás?. Y es que ya casi es diecisiete y me aterra pasar otro onceyseis sin usted. Me gustaría fundirme en su abrazo por un momento, "por cinco minutos porque tres son pocos y siete demasiados", pero le tengo miedo a que mi sonrisa se engarce en su clavícula y ya jamás pueda recuperarla. Y mire que necesito mi sonrisa, que estoy aprendiendo de nuevo a ser feliz y la necesito para ello. No puedo volver a ser feliz sin sonreír. Curiosamente, eso hoy sólo me da más ganas de llorar. Este quererla, quererla tanto pero no quererla aquí. Me pesa su ausencia pero me pesa más la certeza de saber que la quiero lejos. Que aún no soportaría volver a verla. Que quiero aprender a hacer aviones de papel para montar mis ganas de abrazarla en ellos y que vuelen aún más lejos que las grullas, para que vuelen allá donde quiera que está usted, usted que comienza a olvidarme. ¿Por qué tendré los desamores tan largos y la vida tan chueca? Mire que la última grulla que hice, curiosamente amarilla como la suya, salió más chueca que de costumbre. Tengo ya el mar no sólo en los ojos sino en las costillas y está en tormenta, no creo que esta madrugada me deje ir por más grullas que doble. La necesito a usted aquí para hacerle frente a esta sensación horrible de sentir que ya no me ama, porque odio dudar del amor, porque nunca supe conjugarlo en pasado. Porque todavía la amo y no quiero dejar de hacerlo, porque sé que odiarla es imposible y olvidarla aún más,  porque todas las noches me duermo con los dedos de la mano izquierda cruzados para que este desamor se me haga corto y me pase como ya me pasó antes y despierte una mañana sabiendo que la amo sin ganas de tenerla. Amándola sencillamente porque existe y no importa si existe conmigo. Pero todavía no ha dado resultado, quizá Sabina no sabía que además de 19 días y 500 noches iban a ser necesarias mil grullas. Tengo ganas de gritarle, tengo ganas de empujarla, de reclamarle, de... ¡De joderla!. De hacernos pedazos. Porque si me destruye usted no me quejo. Tengo todavía mucha rabia en esta tristeza y mucho dolor en estas ganas. Por eso la quiero lejos. Por eso le di vuelta al colchón para que ya no fuera su lado izquierdo de la cama. Por eso no la nombro. Y por eso, esta madrugada, hago grullas. Tantas grullas como pueda para volármele a usted y a estas ganas de amarla que nunca me cupieron en los huesos.

7.05.2013

Yo nunca supe cuándo decir te amo.


Los te amo hay que saber dosificarlos, y eso es algo que a vos no te cabe en el cerebro y no entiendes. Hay que dosificarlos no porque se gasten, ya que tienen alma de ocho acostadito y de donde sale uno siempre se pueden sacar más, sino porque no todos los oídos los manejan de la misma forma. Es como un acorde que se toca insistentemente con el mismo intervalo entre uno y otro hasta que alguien mamado de tanta zumbadera le arrebata a uno la guitarra de las manos, o se larga arrugando la trompa. En el caso de los te amo pasa lo mismo, te arrebatan un pedazo de corazón del pecho y te dejan adolorido eternidades, o, que nunca sabré si es mejor o peor, se largan arrugando la trompa. Los te amo son jodidos, Amapola, aunque a vos te parezcan tan fáciles como contar hasta diez… tú tienes talento con ellos, no sé por qué magia extraña, pero lo tienes. Haces que en el límite de tus labios o en la punta de tus dedos (porque los te amos los escribes más de lo que los dices) suenen cómo quieres que suenen y den a entender lo que quieres que se entienda. ¡Jodida que eres! ¡Igual de jodida que ellos! Sabes escribir los te amos matizados de te quiero, de te adoro, o de te amo puro y duro con mi corazón puesto en juego rebotando de aquí pa’ allá como pelotita de ping-pong. Sí, exactamente a eso pueden sonar tus últimos te amo, a amor loco desaforado que no puede más o va a estallar y desmoronarse por el universo entero. Y además de hacerlos sonar así, sabes cuándo decirlos y cuándo no… y puedes pasar meses enteros con uno de esos escondido en la garganta, tallándote la voz, hasta que encuentras el momento perfecto para lanzarlo y clavarlo justo en el blanco.

Hay que saber dosificarlos, te digo, porque si no se dañan; comienzan a desafinar, a no sonar como se quiere, incluso algunos llegan a sonar a saludo trillado. Al menos eso le pasa a la gente normal. A mí me pasa. Yo no sé dosificarlos. Así que no me pidas que te lo diga, muñeca. Míralo en mis ojos, siéntelo en mi piel que se eriza contra la tuya, en mis manos que tiemblan al son de tus suspiros, intúyelo en mi voz cuando te hablo de cualquier cosa y júzgalo en tu sangre y no en tus orejas… Pero no me pidas que te lo diga porque ahora no sé si al oírlo resuene a hueco.

6.23.2013

Querida María Sonrisas. (1).

Querida María Sonrisas,

No sé bien cómo empezar esta carta, porque no sé cuál nombre elegir. Opto por el María Sonrisas porque espero sacarle una cuando me lea, pero cada nombre implica una María diferente, una mujer completamente distinta. María Coqueta, María Trencitas, María Moraditos, María Cachetes, María Despeluques, María Gato, María Desplantes… tantas Marías en un cuerpito tan chiquito, porque vea, usted es bien chiquita como esas muñecas de porcelana que me aterraban cuando era pequeña. Pero voy a intentar resumirlas todas en una (a pesar de que creo firmemente que es imposible).

 A usted la he visto sólo dos veces y en realidad es complicado decir que la conozco, nuestras vidas se han cruzado por una mezcla de personas en común y gustos compartidos, así que a través del tiempo más que conocerla la he imaginado y la he nombrado de todas las maneras que se me han ocurrido, porque siempre me causó mucha curiosidad. La María que yo me imagino le gusta el tinto oscuro, pintarse los labios de rojo, guiñarle el ojo derecho a la cámara pero no a la gente, cantar en la ducha cuando está sola y morder en la ducha cuando está acompañada. Le gusta saltar en los charcos y no le gustan las palomas. Creo que es una de esas personas con el corazón tan caliente que le da miedo que un día el ardor se haga insoportable. Creo que le tiene miedo a sentir, pero se divierte y se asombra mucho cuando lo hace. Por eso mismo es una María que no pierde la capacidad de asombro, que mira al mundo con sus ojos grandotes y si tiene la cámara colgada al cuello intenta captar ese pedacito de magia que ve en algo que puedan ver los demás. Por eso creo que a María le gustan los instantes.

María suele llevar las uñas largas y rojas, el pelo desarreglado y las piernas con ganas. También es una de esas personas con manos inquietas, que todo lo tocan, todo lo sienten, todo lo transforman. Por eso alguna vez la nombré María Manitas. Creo que a María le gustaría viajar por el mundo pero no lo ha hecho mucho, aunque todavía tiene tiempo porque es una María joven y no una María vieja, y eso no tiene nada que ver con la fecha de nacimiento aunque quizá que sea bisiesta tenga algo que ver.

Finalmente, María, quiero decirle que he aprendido a quererla de a pocos, entre risas y medianoche, que me gusta imaginarla porque me gusta escribirla, combinarla, descubrirla. Que no sé cuánto de lo que me imagino es realidad pero que confío en mi instinto porque suele acertar y porque siento que es una mujer bonita, de esas que son bonitas de la sonrisa para dentro. Espero que lo sepa.

Amapola.

19/06/2013. 

6.12.2013

Carta 1.

Hoy me he internado de nuevo entre el frío de Bogotá, sin música pero también sin miedo. He caminado sola lo que el cansancio me ha dejado, tragándome las lágrimas y las ganas de correr al imperio de pastillas, cenizas de cigarro, desorden y cobijas en que he convertido mi cuarto. Allá donde no me siento segura, porque sólo lo estuve alguna vez en sus brazos, pero dónde al menos no entra su recuerdo, porque ya nada bonito pasa por esa puerta que custodia mi dragón de tinta y tristezas. Porque su recuerdo (y usted), a pesar de todo, siempre será algo bonito. En cambio aquí, en esta Bogotá que amenaza con llover, su recuerdo se me ha pegado a las costillas y sin importar cuánto salte de charco en charco no se va. Igual no quiero que se vaya, es una compañía salada pero linda en estos días en los cuales la soledad se come cada uno de mis suspiros. Alguna vez le dije que siempre había querido ser paréntesis y por fin lo estoy cumpliendo. Ya casi no río, ya casi no lloro, ya casi no existo. Me quedan estas letras y nada más, siempre he sabido existir mejor así. Ya no tengo llamadas por cobrar ni deudas pendientes, ya hasta la tristeza, la única mujer de la cual he estado más enamorada que de usted, se ha ido de mi lado. Voy dejando de existir de a poquitos para que no se note, para que el sonido de los pájaros al escapar de entre los enredos de mi pelo no despierte a nadie. Me voy convirtiendo en paréntesis, en algo opcional que se puede saltar sin que altere el sentido de la frase. Ya no soy verbo, ni sustantivo, ni predicado. Ya no soy yo y tampoco quiero ser nadie. Estoy más cansada que tranquila. Y Bogotá sigue amenazando con llover, quizá si llueve con suficiente fuerza me derrita, me diluya, Total, ya casi no existo. Total, ya no hay nada que echar de menos.

3.13.2013

El miedo me amarra los tobillos a la cama y yo con estas ganas de correr. De dejarme llevar por el pavimento que resuena testigo de mil historias, por los transeúntes que empujan, por las sonrisas que se venden, por las Marías de mirada cómplice. Yo queriendo dejar que el corazón me corra hasta las rodillas para emprender carrera y subir hasta Monserrate, quizá desaparecer en un haz de luz o habitar en su ombligo. Tengo ganas de esas que no se sacían, que se juegan el todo o nada en una partida de póker. Y usted allí, con la mirada impertérrita, con una calma aparente que sólo se le quiebra en la mano izquierda, esa que tiembla en demasía cuando se fuma un cigarro a mi lado. Allí, tan lejos de estas ataduras que me tienen presa y tan cerca de mi corazón caliente. Tengo ganas de quererle, de agarrarle la mano y saltar del peñasco y quizá empaparme las medias en el charco de sus ojos, esos que reflejan galaxias y hacen que me falte el oxígeno. Muerdo las amarras, me enredo entre cadenas, me fumo un cigarro saboreando una seguridad que no es más que el reflejo del miedo que paraliza hasta las mariposas y la ansiedad me come las entrañas como quien masca el mismo chicle hace tres horas porque quiere gritar y no puede. Mi ansiedad gritaría si la dejara, si el camino entre mi panza y mi garganta no estuviera tan lleno de escollos. Si al subir a mi esternón no se encontrara con su retrato y quedará allí embobada mirándola. Como me quedo yo cuando Ismael suena y las cadenas se hacen ligeras y me salen alas de entre los omoplatos y al cerrar los ojos estoy a su lado, con la nariz enterrada en la marea de su pelo y mis manos acompasando sus caderas, lento y pegadito, sin prisas que me mareo y el vértigo de su sonrisa escala mis medias de malla. Pero el miedo me devuelve, me agarra invencible y me sienta en la soledad de mi cuarto mientras me tiemblan los tobillos y mis pestañas aún aletean. Todavía no se acaba la noche. ¿Que haría si las cadenas se rompieran? Ya he saltado demasiados abismos cuando me falta el miedo, tengo cicatrizado el coraje. Quizá si se rompieran me olvidaría de mi nombre y mi nacionalidad y saldría a buscarla con dos cervezas y la voz llena de canciones. Pero tengo miedo. Un miedo frío y de acero que no tiembla, le tengo miedo a eso que llaman futuro y que se abre tres pasos al norte con una oscuridad carente de estrellas. Le tengo miedo a correr tan a prisa que se me quede el alma engarzada en un semáforo y no pueda recuperarla. Le tengo más miedo a irme que a quedarme, porque la incertidumbre siempre me ha quebrado la confianza y necesito de un chocolate diario para engordarla un poco y que aguante las horas del día. Esa incertidumbre que sólo los cronopios sabemos ver, porque la gente normal cree que el transmilenio siempre pasa cuarto para las diez y el café de la esquina cobra el capuccino a mitad de precio los miércoles. ¿Y si algún día el transmilenio nunca pasa y nos quedamos esperando allí hasta pasadas las doce? ¿Y si el café cierra y hay que tomar tinto tres cuadras más allá a precio normal? ¿Y si de pronto me levanto un día y no soy yo, no soy ninguna de estas mujeres que conozco, y me pasa como a Gregorio Samsa y amanezco convertida en cucaracha? ¿Y si, de pronto, un día ya no me ama? Por eso me quedo quieta. Por eso no soy la mujer que corre sino la que baila guaguancó pegadito y sonríe. Por eso, porque el día en que descubra la llave del candado debajo de la almohada y decida correr nadie podrá alcanzarme, correré tanto que tomaré pista y empezaré a volar hasta que se me cansen las alas. Entonces el vértigo de su sonrisa habrá llegado ya mi cabeza y caeré en una espiral, siguiendo con disciplina la proporción aúrea que siempre me ha fascinado en las matemáticas. Al final de la caída, si el viaje ha valido la pena despertaré en su cama y su brazo me apretará fuerte la cintura mientras vuelvo a respirar. Si no, quizá, sencillamente no despierte.

3.03.2013


Ella se sienta en calzones en mitad de la cama deshecha. Es noche de domingo y la resaca le está pasando factura. Enciende un cigarrillo y mira por la ventana tatuada de letras, quiere cambiarse la vida pero no sabe por dónde empezar. Los domingos siempre quiere cambiarse la vida, no sabe bien por qué. Quizá la lentitud de las horas le sugiere una posibilidad única. El cigarro se apaga mientras las ventanas se encienden y suena un blues desconocido. Suspira y se mira las uñas. Siempre que quiere cambiarse de vida termina pintándose las uñas que, a fin de cuentas, es como pintarse el alma un poquito. Ella es demasiado complicada y por eso le gustan las cosas simples. Como pintarse las uñas cuando quiere redecorarse el alma. Como hundir profundo la bolsa de té de manzanilla cuando se le está hundiendo la vida. Como trenzarse el pelo cuando tiene muy enredadas las ideas. Como sonreír pasito cuando tiene ganas de llorar, porque siempre que llora le piden muchas explicaciones.
Se mira las manos y esboza una sonrisita torcida, sabiendo que no es suficiente, que el alma todavía la tiene descascarada. Mira a su alrededor, de súbito envalentonada, y piensa que no debe ser tan difícil llamarle. O escribirle. Decirle que le quiere, que le extraña, que lo siente. Que lo siente en la esquina derecha de su cama y en su pasión por ver películas de Woody Allen sólo hasta la mitad. Pero es domingo y el valor no dura, así que se pone a doblar la ropa y va metiendo un anhelo entre el cuello de cada camisa. Quizá se los encuentre a través de la semana. Quizá en un mes.

En todo caso, mañana será lunes y el mundo la llevará en su vorágine de colores y responsabilidades y le estampará la vida de tardes lluviosas, mañanas soleadas y sonrisas coquetas. Mañana será lunes y quizá empiece la dieta, quizá se corte el pelo, quizá se enamore. Quizá.

3.02.2013

Desvélame así.


Las bocas rápidas jugando a las escondidas, perdiéndose entre los cuerpos y encontrándose de pronto, salvajes y caníbales, atragantándose mutuamente de sinsabores. El placer que sube jugueteando desde la punta de los pies y se enzarza en los músculos de la espalda que se arquea y las uñas que se engarzan contra el colchón. El tiempo que pasa y no sentimos, que deja sólo sus horas tiradas entre los jadeos que rebotan por la habitación, hasta que los jadeos se vuelven gemidos y el universo se cuela en la comisura de tu sonrisa satisfecha y de mis ojos que se tornan color éxtasis. Y luego nos enroscamos. Nos agazapamos entre nuestras pieles olvidando intencionalmente las sábanas que yacen celosas por ahí. Silencio. Tu saliva aún en mi boca hormiguea en busca de mis preguntas y me fumo un pucho cualquiera para dejar de temblar, uno de esos puchos que saben a orgasmo, ahumando lo que queda después de nosotros. Uno y dos, dos que se vuelven uno, nosotros. “¿Me amarías?” pregunto en susurros, y recibo por respuesta el húmedo contacto de tu lengua tragándose mis secretos destilados en sudor, haciendo que mi cuerpo se estremezca y esconda sentimientos a la par que nuestros huesos chocándose cuentan uno, dos, tres y volvemos a jugar.

1.28.2013

Esta entrada se lee oyendo esto.

Siento que he estado despierta toda la vida, que tengo medio millón de madrugadas tatuadas en el cuerpo, entre la Torre Eiffel que corona mi espalda. Aún así, no me quejo. Me gustan las madrugadas, me gusta este silencio que hace tanto ruido en mi cabeza que me impulsa a escribir para no morirme de jaqueca, como ahora. Lo que no me gustan son las madrugadas atrapada entre ilusiones que agonizan. Me caen lágrimas por las mejillas rojitas de sentir y temo que los cigarrillos se acaben antes que el desvelo. Llévame dónde no estés, dice la canción que escucho. Quiero estar allí donde no esté, o al menos allí dónde está de verdad, pero estoy sólo en este lugar en el que la tengo únicamente entre mis costillas, sin tenerla. No sé no querer amar, y desearía saber. Pero amar es una sensación tan hermosa, desgarradora  y hermosa a la vez que no puedo querer no sentirla. Amarla a ella es hermoso y desgarrador. No sé no querer amarla. Amarla con todo lo que soy y lo que siento, con todo lo que no soy y lo que seré. No sé no esperarla cuando ella todavía está aquí. Quizá si se fuera un rato, unos quinientos años tal vez, aprendería. He aprendido antes con alguien que se fue, o eso creo. Tuve a una mujer a la que le di, durante un año que pareció diez, la vida entera también, otra vida en otra época, y a la que ahora sólo le daría sonrisas furtivas, inbox trasnochados y te amos que significan épocas olvidadas, un amor empolvado y sin prisa que sólo sabe agradecer lo que ya fue. Aprendí después de casi un año de no saber siquiera si seguía viva. Ahora, en cambio, ella no se va y este amor no quiere cambiar, no quiere añejarse, quiere seguir siendo brillante, apasionado e ingenuo. Quiere seguir siendo este amor que lo quiere todo, este que ataría cordones magentas a un puente en Europa para no dejarnos ir nunca. Aunque no se comparan, nunca osaría comparar a las mujeres que he amado, que están por toda mi memoria y que se aparecen en cada gesto que esbozo. He amado a tres mujeres, quizá muchas para mis veinte años mal contados. La primera todavía aparece cuando llovizna por las mañanas, cuando le doy tres vueltas al vaso antes de tomar el último sorbo, cuando uso mi resaltador naranja y, con asombrosa exactitud, aparece cada veintiocho de diciembre. La segunda aparece cada martes trece y habita en el Callejón del Embudo en el centro, justo debajo de un graffitti que intentamos entender tardes enteras, aparece en cada bossa nova y cuando suena un saxofón y, ¡cómo olvidarlo! está cada luna llena de noviembre. La tercera es esta que está y no, que todavía se acurruca en el lado izquierdo de la cama porque es el lado en que menos da el sol, esta que amo con cada paso que doy, aunque también tiene sus momentos para aparecer con más fuerza. Casi puedo tocarla cuando tomo café sola mientras me fumo un cigarro, cuando suena Sabina o Arjona o Ismael (a quien nunca le he podido decir por el apellido), cuando almuerzo arroz con atún, cuando me regalan una chocolatina jet de las chiquitas y, por supuesto, cada diecisiete o diecinueve de cualquier mes. Quizá es por eso que sonrío tanto, a veces con dolor y a veces libre de él, porque esos momentos se me cruzan en la bruma gris de los días y me estremecen el cuerpo. El problema con ella, con estas lágrimas calientes y este desvelo a deshora es que a ella la quiero incluso los domingos en la mañana, es que a ella no puedo negarle ninguna esquina de mí, ni siquiera esas que no me pertenecen del todo. Porque ella es la primera mujer, y la única hasta ahora, a quien he creído la mujer de mi vida. Y me da un miedo infinito por partida doble. El miedo más chiquito obedece a que si no resulta la mujer de mi vida no sabría decirle a la siguiente que la confundí, que creí verla llegar en alguien distinto y negué su existencia. El miedo más grande proviene de que resulte ser ella la mujer de mi vida y nunca vuelva, y es más grande porque estoy convencida de que es ella y no quiero dejarla ir para en, quizá, unos cuarenta años, aceptar que nunca volví a ser tan feliz como lo fui soñando en el hueco de su clavícula. Hoy lo digo, nunca he sido tan feliz como lo soy con mi nariz enterrada en su cuello, quedándome de a pocos dormida. Por eso quizá es que no quiero dejar de amarla. Porque aunque supiera no lo haría, seguiría en esta cuerda floja dando pasitos pequeños siempre que ella me deje. Siempre que al destino le dé la gana. 

1.12.2013

Carta para quien no quiere leer.

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Hoy tengo los pies fríos, los ojos cansados y las gafas sucias. Esta madrugada hiela y aún así yo tengo el corazón tan caliente y tan rojo que mis manos lo envidian. El cielo me dibuja nubes de algodón de azúcar por la ventana y yo me siento tan amarga, hecha de cáscara de limón. Quisiera ser algodón de azúcar. Quisiera tener el corazón hecho de algodón de azúcar y así poder ofrecérselo de a poquitos para que se lo coma en las madrugadas en las que no puede dormir. Igual que yo, que nunca puedo dormir. Para que se derrita de a pocos en su lengua y le tiña los labios de rosa, de azul o de violeta. Hoy amanecí diluyéndome, aunque no en su boca. Hoy dejo que el humo de los cigarros me cuente historias mientras Bogotá despierta, pero no me gusta. Todas las figuras que descubro están llenas de soledad. ¿Ha notado que desde el primero de enero Bogotá amanece cada vez más tarde? Es como si el sol no quisiera despertar. Si yo fuera sol tampoco despertaría nunca, me quedaría enredada en mis sábanas de mar. Pero soy mujer y no duermo y lo extraño. Extraño hacerme ovillo y apagar por un rato estos ojos que brillan de ansiedad, estos ojos que ya nadie descubre detrás de los cristales empañados. Extraño escaparme de la soledad un rato, porque hasta la luna se ha cansado de acompañarme. Hace tres noches que ya no coquetea en mi ventana. Quizá dejó de menguar y se ha vuelto luna nueva. Quizá yo debiera dejar de menguar, pero no sé cómo, no tengo calendarios de 28 días. Soy como los africanos y mido mis tiempos en lunas y lluvias, aunque desde que me cansé de lloverle los tiempos me juegan picardías. Usted, que nunca lleva reloj, ¿cómo cuenta el tiempo? Yo llevo reloj hace años aunque nunca me diga nada porque estoy convencida de que no se cuentan los segundos, se cuentan historias. Cuénteme usted una historia. Cuénteme que me lee, que me quiere, que existe. Cuéntemelo y prometo creerlo. Me siento frágil cuando pienso en que quizá usted no exista. Me siento frágil como cristal de hielo quebradizo, con este corazón tan caliente que amenaza con derretirlo todo. Y aún el sol no se digna salir. ¿Y si le cuento una historia para ayudarlo a salir? ¿Me ayudaría a contarle una historia? Una repleta de algodón de azúcar. Una en la que me encuentra y lo invito a café. Yo sé que al sol le gusta el café. O el té de manzanilla. Sí, eso haré. ¿Y usted? Bueno, si quiere puede esperarme tranquila entre las arrugas de mi cobija y yo caliento el agua para tres.

1.09.2013

Cómo no voy a quererla.

Cómo no voy a quererla si tiene un alma hermosa detrás del orgullo. Si esa alma se viste de chispas de colores y me hace morisquetas entre las quebraduras. Cómo no voy a quererla si alguna vez usted se desvistió de orgullo y me permitió pasarme noches enteras haciéndole cosquillas en el esternón. Cómo no voy a quererla si me hace burbujas de jabón en la cintura, si me apuntala los huecos que me rasga, si me saca todas las sonrisas chuecas. Cómo no voy a quererla si no quiero dejar de hacerlo, si atesoro esta herida como recuerdo, si mi alma se enganchó de su sonrisa. Cómo no voy a quererla si la conozco frágil, la conozco enojada, la conozco fuerte, la conozco miedo, la conozco toda. Cómo no voy a quererla si me quiso ausente, si me quiso loca, si me quiso toda. Cómo no voy a quererla, yo, que no conjugo pasados.

Cómo no voy a quererla, mujer.


1.08.2013

"Tiempo después, Amapola se sentaba en el balcón de su casa y mientras mascaba chocolatitos de toda denominación, se miraba en los cristales preguntándose si tenía cara de fama. Se había ido convenciendo cada vez más de que Candelaria era un cronopio escurridizo color verde sapo y cuyo único propósito había sido simplemente pasar por su vida como un ventarrón dejando todo en rumano. Y, qué te dijera yo, el rumano no era el idioma preferido de la pelirroja.  Amapola hubiera preferido que ella le dejase la vida en francés o en italiano. El rumano y sus inentendibles caperucitas sobre las vocales le provocaban de vez en cuando unas ganas tremendas de tirar todos los chocolatitos por la ventana y echarse a llorar en alemán, hilando sollozo tras sollozo. Pero esto era sólo a veces, cuando no entender le reventaba la cabeza... El resto del tiempo Amapola dejaba las cavilaciones en casa, se subía a algún bus y se iba en busca de una esperanza, total le venía bien una mano para traducir todo al español otra vez. Y poder comenzar de nuevo a conjugar."



(Si no entiendes un carajo de todo lo que delira Amapola,
 te sugiero que leas a Cortázar.)

1.07.2013

Viajando de madrugada.

Tengo el pelo trenzado y la sonrisa cansada, lleva todo el día cargando una ansiedad en la comisura. Las ideas aún están enredadas aunque me he pasado todo el día sacándomelas del pelo, andan todas regadas en la alfombra, zumbando. Hoy la luna me sonríe como el gato de Chesire por una esquina de mi ventana y no puedo estar triste aunque la melancolía se apodera de mis pestañas. ¿Cómo estar triste si ella me sonríe, coqueta desde el firmamento?, si es como yo y sólo sale en la madrugada tardía, si es como yo y anda menguando. Por eso alguna vez me llamaron Luna, pero ahora sólo soy flor porque necesitaba raíces. Me he hecho, de a pocos, dueña de mi nuevo nombre. Me he vuelto, de a pocos, roja. A veces creo que soy como la princesa del libro de Ende, La Historia Interminable, necesito cambiar de nombre para no desaparecer. Y aunque ahora me llame Amapola ella me hace compañía, siempre brillante, tintineando. Porque si te quedas quieto después de las tres de la mañana puedes oír a la luna tintinear. Por eso nunca bajo las persianas, por eso y porque tengo un exhibicionismo natural que a veces deja de ser ideas y se vuelve piel. Quién sabe cuántos ojos curiosos habrán escrutado mi cuerpo mientras duermo, mientras leo o mientras hago el amor. Igual hay pocos ojos a esta hora, esta hora en la que realmente me desnudo para recibir al sol con el alma liviana. Escribo sin mirar el teclado, mirándome a los ojos y a veces a la luna. De madrugada descubro muchas mujeres en mis ojos y me pongo a conversar con ellas. En la luna de gato, en cambio, sólo habita Colombina con los pies escarchados de plata. A mí me habitan muchas. De madrugada a veces soy amapola, a veces soy estrella, a veces lola y a veces no soy ninguna y todas a la vez. A veces soy incluso un  poco las mujeres que me amaron y las que amé, aquellas que siempre cargo entre los nudos de mi espalda vaya a donde vaya. 

Hoy sólo quiero ser estrella y estar revolcándome entre las constelaciones, especialmente ahora que descubrí que llevo a Orión tatuado en lunares entre las clavículas. Un secreto que guardo hace días, nadie lo ha notado aún. Quizá debiera enamorarme de una astrónoma, quizá simplemente de una mujer con alma de cielo. De una mujer que sepa ver. Verme. Hoy quiero ser estrella, y no ser flor plantada en la tierra. Quiero volar, navegar en ese cielo inmenso azul profundo. Por eso me pinté las uñas de los pies de azul, para pasarme la semana pisando nubes. Nadie se ha dado cuenta tampoco. Nadie nota que últimamente ando más pisando firmamentos que alfombras, que de día no estoy aquí y sólo encuentro vida después de la medianoche. Vida allá lejos en el cielo, escapándome de estas sábanas percudidas de recuerdos, de olores, de sexo y de tristezas. De miedo. Me escapo a hacerle compañía a Colombina aunque no la necesite y entre nebulosas me encuentro, me pierdo y me reinvento. Me reviento y me convierto en polvo estelar. 

Aún así, a veces quisiera compañía. Benedetti decía que una mujer desnuda ilumina, y quizá yo necesite una en esas noches en que no encuentro el camino hacia la segunda estrella a la derecha. Desnudarme sola me da frío. Quiero un cómplice, una pequeña sonrisa cuando la tarde se hace gris. Un mensaje de texto a las tres de la mañana. Una mano que apretar con fuerza mientras salto las grietas de la acera. También quiero cosquillas en la panza. Creo que ando infantil, pero es que las estrellas somos un poco mujeres-niñas, no sabemos envejecer. De pronto, tarán, sin saberlo morimos. Pero no sabemos envejecer. Y es que, en secreto, yo le tengo un miedo calladito a esta mujer adulta que me habita cada vez más, esta que escribe con más muertes que risas, que lleva el pecho siempre en tempestad. Esta amapola que se marchita a las carreras. Pero hoy no soy amapola sino estrella, y no sé envejecer. Hoy tengo los pies azul cielo y la luna en la nariz. Hoy hago barcos de origami para navegar la tempestad. 

Hoy no quiero llorar, me he cansado de llover.